Joan Manuel Serrat emociona, con conciencia y confidencias, en el primero de sus nueve recitales madrileños sobre los poemas de Miguel Hernández.
Cosa seria lo de anoche, y las noches que vendrán, junto al Noi del Poble Sec. Nueve veladas de hondura poética, conciencia y confidencias con Serrat en el teatro de la Zarzuela, escenario pomposo para un público de cabelleras entrecanas y miradas limpias; hombres y mujeres con la memoria viva, un bagaje a las espaldas y la capacidad de seguir emocionándose con las palabras verdaderas. Joan Manuel ha prolongado su idilio madrileño -viejo puente aéreo de complicidades consolidadas- y es capaz de agotar el papel con un espectáculo monográfico, sobrio y sin concesiones en torno a la figura de Miguel Hernández, el cabrero de Orihuela al que ya reivindicó 38 años atrás y del que ahora ha cincelado otros 13 poemas bajo el epígrafe discográfico de Hijo de la luz y de la sombra.
Lo avisó don Joan Manuel en los primeros compases del recital, para que nadie se llevara a engaños: anoche no era momento "de grandes éxitos ni canciones dedicadas". La música para las palabras del autor alicantino lo abarca todo y el espectador ha de ser cómplice en ese proceso de lírico ensimismamiento. Ningún problema: versos, melodías y compromisos son tan vigorosos que nadie echa en falta esta vez Mediterráneo o Aquellas pequeñas cosas. Quedamos emplazados para otro día, Nano.
Era Miguel Hernández, y así lo explicó José Agustín Goytisolo, un hombre que creyó en el hombre y quiso morir con los ojos abiertos. Un poco como el propio Serrat, amigo de la especie humana y optimista en grado razonable. Arranca la noche con Joan Manuel cantando entre bambalinas Tres heridas con la garganta algo nerviosa y descolocada: no hay estómago, ni siquiera a los 66 años, indemne a las mariposas. Pero a la altura de Las desiertas abarcas, estremecedor poema del niño pobre que espera la noche de Reyes en vano, todo se encuentra ya en su sitio: nuestro trovador se ha encaramado al taburete y su voz tiembla casi con el mismo calor y temple que en sus mejores días.
Con este repertorio de 2010, Serrat ha asumido un riesgo que otros encontrarían suicida: complementar un disco rubricado en la radiante plenitud de 1972 y archivado con resonancias míticas en los catálogos musicales y sentimentales de varias generaciones. Aquella obra primigenia permanece imbatible, por su excepcionalidad artística y por la significación (y bemoles) que tenía que cantar Para la libertad en los estertores de la dictadura. Pero su secuela es mucho más que digna: la pieza que la titula, por ejemplo, figura entre lo mejor que ha escrito el catalán en muchísimo tiempo.
Los versos de Hernández propician algunos momentos de plácida luminosidad (La palmera levantina, Si me matan bueno), pero, sobre todo, el retrato de un poeta que creyó en el amor y en el prójimo, y talló su fe a golpe de verso y penitencia de sangre. Es imposible no conmoverse con El niño yuntero o, sobre todo, la Elegía a Ramón Sijé, cumbre universal del amor fraterno para la que Serrat encontró un envoltorio casi igual de estremecedor. Pero la apoteosis fue inevitable con Para la libertad, aderezada por una emotiva revista de prensa de la Transición. A esas alturas, muchos lagrimales eran ya todo un poema. Un poema profundo y maravilloso.
El País.com
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